No. No se trata de un anuncio de la Dirección General de Tráfico. Tampoco adapta novela alguna de Danielle Steele. El original literario de base es una obra del gran Richard Matheson que, amén de excelente novelista (Soy leyenda, El increíble hombre menguante, La Casa Infernal) también ha destacado por sus guiones para Roger Corman, el más primerizo Steven Spielberg, incluso la excelente teleserie Kolchak o algún episodio de Star Trek.
En esta ocasión el guión ha corrido por cuenta de Ron Bass, quien, entre algún que otro despiste, tiene trabajos destacables como El club de la buena estrella (The Joy Luck Club, 1993), de Wayne Wang. Aún así, muchos aficionados hubiéramos preferido en tales labores al señor Matheson, que su oficio tiene.
En lo que no cabe ninguna duda es en el acierto de tener a Vincent Ward a la dirección, pues es soberbio como creador de atmósferas, incomparable en el plano estético, y siempre sabe dotar de irrealidad y estilización a las situaciones más cotidianas. Su mirada es especial; taciturna, reposada, mágica... No es ninguna exageración afirmar que Ward es uno de los realizadores más personales y herméticos con que cuenta el fantástico hoy día.
En cuanto al reparto, lo encabeza Robin Williams. Cada vez que pone cara de "padrazo" remueve al empacho. Pero por fortuna la réplica femenina viene de la mano de Annabella Sciorra. Nadie como ella para expresar la crispación de una mujer maltratada, ya lo demostró en El Funeral (The Funeral, 1996), de Abel Ferrara. Como El Rastreador tenemos a Max Von Sydow, del que no se pueden decir más que elogios...
Y es que este guión, que en manos de otro hubiera devenido en aparatoso folletín, en manos de Ward resulta elegante y poético. En el primer tercio de película abundan los fundidos en blanco (literal), lo cual dota de cierta evanescencia a los acontecimientos, invitando desde el principio a la introspección.
Sorprende el excelente uso de las elipsis, que crean una lírica fantasmal y melancólica. En este sentido, no podemos evitar la tentación de hablar de una secuencia: plano general; en el centro del encuadre, un coche avanza, ligeramente ralentizado, albergando a los dos hijos con la niñera; en los extremos del generoso scope, los árboles son suavemente mecidos por el viento; de los árboles brotan flores azul jacarandá, insólito color; la voz en off de Robin Williams dice: "Fue la última vez que Annie y yo los vimos con vida". Con esa sutileza despacha Ward la muerte de los niños.
Poco a poco, esta alucinada narración irá tomando tintes fantásticos, pues el padre al morir llegará a su Paraíso particular, un bello óleo impresionista que remite a obras de Monet o Van Gogh. Esta ensoñación tiene su coherencia, pues la mujer es pintora y marchante en una galería (acierto de guión; en la novela de Matheson Annie trabajaba en una simple empresa).
Así, la película tiene una impresionante parte de fantasía blanca, que concluye cuando Robin Williams ha de descender al Infierno, cual Orfeo, para recuperar a su amada. El Infierno según Ward recuerda al relato "Dagon", del genio de Providence, H. P. Lovecraft, pues el fondo oceánico emerge a la superficie, aunque en la película cubierto por cuerpos humanos agonizantes cubiertos de tierra y barro. Es ésta otra curiosa coincidencia, con el desenlace de El Más Allá (L'aldila, 1980), del justamente menospreciado Lucio Fulci.
De ese modo, se pasa del colorismo al monocromatismo tenebroso y expresionista de la última parte del film. Ciertamente, esta parte parece algo precipitada, lo cual hace pensar que en la sala de montaje ha quedado material sin utilizar. Ojalá dentro de un tiempo tengamos un director's cut... En fin, sólo son suposiciones.
Resulta sintomático el desprecio que tanto crítica como público han profesado a esta película. Quizás se deba a su cadencia, a su sosiego, a su falta de atropellos; en definitiva, a que el público de hoy en día está sobre-estimulado y no tiene tiempo para deleitarse o demorarse contemplando una obra de arte.
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